miércoles, 26 de mayo de 2010

Lost-ienen que tener cuadrados

Un abismo se abre ante mis pies. Soy empleado público, se ha acabado Lost y me enfrento a un nuevo post con pocas ganas de hablar de política y menos aún profundizar en los significados de humos negros y estatuas egipcias. Porque no entiendo por qué tienen que pagar la crisis los pensionistas y los funcionarios, cuando apenas somos un 10% de la población española en activo, muy por debajo de la media europea, con sueldos que poco a poco han ido perdiendo poder adquisitivo gracias a congelaciones y subidas muy por debajo del IPC real. De las flamantes pensiones de jubilación que reciben los abueletes creo que no hace falta que hablemos.
Para combatir la angustia que supone reflexionar sobre semejantes aberraciones, el mundo dispone de un amplio abanico de placebos. De entre los que son legales destaca Lost. Qué maravilla de serie. Qué manera de marearnos durante seis temporadas. Qué cantidad de arrugas de expresión le han salido a Jack Shephard, no hay roll on de L’Oréal que les ponga remedio. Y después de tanta emoción e intriga con dolor de barriga, va y se nos acaba. El final bien, gracias, como la familia.


Me quedo con el agua de Lourdes


Ya que la palabra “spoiler” se está poniendo demasiado de moda, solo cabe decir que la serie concluye con un final muy digno para los personajes, pero que deja demasiadas incógnitas sin resolver. Seamos sinceros. Nos lo veíamos venir. Nunca llueve a gusto de todos, pero hay que reconocer que la serie ha sido una maravilla, que ha jugado con el espectador de forma magistral desde el primer momento y que no había otra manera de despedirse de la audiencia que dejando a todo el mundo con cara de Tita Cervera: cejas arqueadas y sonrisa de enculamiento. A las ocho de la mañana, después de horas frente al televisor y suficiente cafeína en sangre como para descongelar a Walt Disney a tortas, nos miramos los unos a los otros, todos con miedo a formular la pregunta del millón: ¿Tú qué has entendido? Pero entonces llegó ella. Descendió de los cielos sin que nadie se lo esperase, rodeada de sus cuatro arcángeles cual Cristo en Majestad a.k.a. Pantocrator, y nos sacó a todos de dudas. Sí, señoras y señores. Hoy estamos aquí para hablar, o escribir, de la más divina de las apariciones: Ana García-Siñeriz.




Esta sí que iba perdida



Anita la fantástica se sobrevaloró a sí misma creyéndose capaz de conducir un espacio televisivo de dos horas de duración que giraba en torno a una serie que, muy probablemente, no ha visto. Para llevar a cabo tal proeza, consideró más que suficiente la ayuda en plató de cuatro gafapastas (vaaaale, uno no llevaba gafas, pero tenía el pelo demasiado perfecto como para no dar rabia) y un par de corresponsales que esperaron como unos benditos a que se abrieran las puertas del cine donde se había congregado un indeterminado número de seguidores de la serie para hacerles cuatro preguntas a medida que fueran saliendo de la sala. No me quiero ni imaginar el aroma que saldría de ahí dentro después de no sé cuantas horas de aglomeración y encierro. Anita, con cara de en realidad no importarle nada un pimiento, abrió el espacio pidiendo disculpas en nombre de Cuatro por la nefasta emisión del capítulo final de la serie. Y desde ese mismo momento, todo fue cuesta abajo y sin frenos. Señores de Cuatro, háganme caso. Anita no ha visto la serie. La niñata del look total red que se sentó a su lado quizá sí la ha visto, pero no ha entendido nada. El gafapasta número uno ha acudido al plató para ver si hay manera de promocionar su película, el gafapasta número dos tiene una voz tan repelente que me resulta imposible seguir el hilo de lo que dice, y el gafapasta sin gafapasta se parece demasiado a Rafa Nadal. Total, un desastre.

Sólo nos faltaste tú


Anita, hija, ¿por qué te metes en camisa de once varas? En la isla no hay Chaneles ni Diores. ¿De qué piensas hablar cuando hayas repetido mil veces las cuatro líneas escritas en el papel que te han puesto delante?
Recuerdo cuando los Beckham vinieron a España. Anita les alquiló su casa para que pudieran resguardarse de la peste a ajo que invade la península (deberían haberse metido en la sala de cine donde proyectaron el capítulo final de Lost), y entonces, muy prudentemente, se fue por la tangente cuando los medios de comunicación quisieron saber cuánto cobraba en calidad de casera. Anita, hasta ahora, me había parecido una presentadora profesional y una persona cauta. De las que saben de lo que hablan y mantienen una sonrisa hierática ante la situación adversa. Pero la mañana en la que acabó Lost cometió un fallo garrafal: pecó de soberbia en un programa en directo. Cuando su cara enmarcada por su melenita a capas apareció tras los créditos finales del capítulo, miles de narices se arrugaron más de lo que ya lo estaban, y Anita, sin saberlo, se sometió a un examen. Los que adelantaron sus despertadores para plantarse delante del televisor esa mañana eran fans de la serie, por no hablar de los que trasnocharon viendo el maratón de capítulos previos, seguidores que esperaban una gran revelación final que no obtuvieron y que, of course, se conocen la trama, los personajes y sus dites y diretes mil veces mejor que Anita & co. Suspenso. Necesita mejorar. Muy deficiente. ¿Qué te esperabas, Anita? Hay que tener pocas luces para pretender divagar durante dos horas sobre un tema que no se domina sin que se note. Pero tuviste suerte, la gafapasta de rojo cayó peor que tú. Consejito al canto: ¡ay Manolete! Si no sabes torear, ¿pa qué te metes?



S'acabó