lunes, 15 de noviembre de 2010

Opposition Man

Queridísimos y queridísimas fans y fanas. No por haberse cargado el gobierno un ministerio tan pizpireto como el de igualdad voy a dejar yo de meterle flexión de genero a cualquier término que se me cruce a la hora de pedir disculpas por la falta de actividad bloguera que durante cuatro meses se ha podido apreciar por estos lares. Que nadie se rasgue las vestiduras. No he estado enfermo cual Dama de las Camelias, agonizando por los rincones. Casi que no. Lo que pasa, por prosaico que suene, es que estoy opositando.




¡Contráteme por favor!


De hecho se podría decir que, en mi caso, ser opositor es prácticamente un estado civil. Pero lo que más me fascina y me alucina vecina de esta (sin tilde) aventura opositoril en la que me he metido yo solito, porque a mí me ha placido, es el término oposición en sí. Oposición proviene del latín OPPOSITIO y hace referencia a la acción o efecto de oponerse, es decir, al contraste entre dos cosas contrarias. Por muy redundante que resulte la definición, lo que más me chirría es lo contradictorio del significado etimológico del termino con respecto al significado que nos ocupa. Yo no me opongo a ser funcionario. ¡Si lo estoy deseando! ¿A ver para qué, si no, me he metido en este (también sin tilde) fregao (con síncopa de la consonante oclusiva dental sonora en posición intervocálica)?

sábado, 17 de julio de 2010

Matadme, matadme ya…

…porque no puedo más con este calor. En verano la gente se idiotiza, hace cosas como idolatrar pulpos adivinos o escuchar a Georgie Dann. El decoro se relaja y lo mismo se combina cuadros con rayas que te pegas un hartón de ir por la calle vislumbrando pelillos sobaqueros. Esto en Navidad no pasa. “¡Qué blanco estás!” me esputan en la cara única y exclusivamente en verano, “Y tú qué arrugado, que pareces una puñetera pasa” se merecen que les responda. Ojalá llegase Papa Noël derrapando en su trineo y nos atropellase a todos, a ver de qué narices le iba a servir a nadie parecerse a Gunilla Von Bismarck mientras tres docenas de renos te patean la espalda. Ni el ser un gurú de la moda te garantiza no hacer el más grande de los ridículos dermatológicos, sólo hay que ver las pintas de Valentino o Donatella para que uno se de cuenta de lo mal que le sienta el verano a la gente, aunque el bronceado sea de mentirijilla, que algunos parecen tener ictericia.

Tutankamon y compañía


El verano tiene esas cosillas. Tan pronto agonizas por la salmonella como por otra reposición de Verano Azul. Da igual si enciendes el aire acondicionado del coche, porque el volante quema. Da igual si te embadurnas de body milk, after sun o salsa vinagreta, los talones se te agrietarán igual y se te resbalará todo de las manos. Esto, repito, en Navidad no pasa.





Sencilla a la par que elegante




Las rebajas de enero son mil veces mejores. No hay señoras que se matan a codazos por un refajo en las rebajas de julio, estos espectáculos se tienen que dar con el abrigo puesto y el bolso colgando, porque con chanclas se pierde dramatismo. En invierno damos la bienvenida al año nuevo con promesas del estilo “me pongo a dieta pero ya, en cuanto me acabe todos los turrones que quedan en la despensa” o “dejo de fumar ya mismo, después de la juerga de fin de año, o de los exámenes parciales, o del banquete de la comunión de mi sobrina”, pero en verano el toro nos ha pillado por sorpresa y nos ha levantado por los aires de una corná, con los michelines puestos.



Operación Bikini


Echo de menos el invierno, a Belén Esteban dando las campanadas de año nuevo, los anuncios de juguetes con niños hiperactivos, los discos de villancicos de La Pantoja o Il Divo… también echo de menos ser capaz de escribir algo coherente.

sábado, 19 de junio de 2010

Con tanto paro como el que hay

En la sección de telefonía móvil del English Cut:

Yo.-Hola buenos días. ¿Tenéis el modelo x?

Dependiente con ínfulas.-(Mirándome de arriba a tan abajo como el mostrador que nos separa le permite.) No.

Yo.-¿Sabéis cuándo os llegará? Es que hace un par de días vi en vuestra página web que lo tendréis disponible.

D.-(Con cara de hastío.) Pues no. No sé nada.

Yo.-Y vamos, de precios supongo que sabréis menos.

D.-(Sin sacarse de la boca el boli que lleva mordisqueando desde antes de que se pusiera a atenderme pero dibujando una media sonrisa, suerte tiene del mostrador que hay de por medio.) Ni idea.



Yo tampoco cupe en mi asombro

Señores de la compañía de telefonía móvil naranja. En vuestro mostrador del English Cut de Plaza Catalunya de Barcelona, hoy, sábado 19 de junio de 2010 a las 14.00 horas aproximadamente, uno de vuestros empleados me ha atendido así, tal cual. Supongo que os sobran clientes…

jueves, 3 de junio de 2010

Porque no hay en mi vida un martirio que dure más…

Con esta subordinada causal y voz engolada, la más histriónica de nuestras gritonas (lo siento Marta, pero te falta sangre) se dio a conocer en su madre patria, que antes lo hizo allá por las Américas, hace cosa de década y media. Y lo hizo por todo lo alto, vestida de pendón greco-romano y en el Sorpresa Sorpresa, con un pelito del que mejor no hablar porque ocuparía demasiadas líneas de texto y no he encendido el ordenador para divagar sobre semejante horterada. Poco tiempo después y desde entonces, para mi cuadriculada mente en la que los estereotipos más antagónicos conversan con amenidad mientras toman el te, ser figuerense es sinónimo de ir disfrazado de caracol con una antena de cada color mientras le gritas a todo el mundo con el que te cruzas por la calle que hagan el favor de desatarte (o que te aprieten más fuerte).

Momentazo All-Bran

El histrionismo mola. Puede ser cansino, en la medida que lo son todas las cosas de las que se abusa, pero bien dosificado es una graciosa manifestación de los artificios que componen la compleja naturaleza humana. Dos niños se proponían mutuamente llorar al llegar ante el escaparate de la tienda de golosinas para tratar de rascar algo de sus padres. Esta anécdota me la contaron hace un par de días. ¿No es adorable? Mocosos así, aunque hostiables, dejan a Marisa Paredes a la altura del betún, que es donde se merece estar. Porque ser histriónico es mucho más que ser exagerado en las formas. Se necesita dramatismo, vislumbrar un oscuro futuro carente de luz al final del túnel. Una Madama Butterfly por Maria Callas, una entrega de notas de cuarto de E.S.O. Si Puccini hubiera sido ministro de educación a la vez que compositor, ¡Cuántas geishas travestis corretearían por los pasillos de los institutos! ¡Cuán diferentes habrían sido los argumentos de seriazas como Al Salir de Clase, Compañeros o El Internado!


Con mi moño y mi somblilla, aleglá pelo infolmal


Yo, señoras y señores, soy histriónico. Mis gripes son las más febriles. Mis dolores de muelas son los más intensos. No hay alergia estacional peor que la mía y, para más inri, estamos en mitad del meollo. Docenas de pañuelos de papel usados llenan mis bolsillos formando enormes bolas de celulosa de doble capa. Sandalias hippiosas y foulards al viento invaden las calles mientras a mí me dan ganas de envasarme al vacío. Las frases se entrecortan ante la amenaza de un nuevo estornudo. Siento mis ojos humedecerse con las lágrimas que brotan. Marisa, no eres nadie.

miércoles, 26 de mayo de 2010

Lost-ienen que tener cuadrados

Un abismo se abre ante mis pies. Soy empleado público, se ha acabado Lost y me enfrento a un nuevo post con pocas ganas de hablar de política y menos aún profundizar en los significados de humos negros y estatuas egipcias. Porque no entiendo por qué tienen que pagar la crisis los pensionistas y los funcionarios, cuando apenas somos un 10% de la población española en activo, muy por debajo de la media europea, con sueldos que poco a poco han ido perdiendo poder adquisitivo gracias a congelaciones y subidas muy por debajo del IPC real. De las flamantes pensiones de jubilación que reciben los abueletes creo que no hace falta que hablemos.
Para combatir la angustia que supone reflexionar sobre semejantes aberraciones, el mundo dispone de un amplio abanico de placebos. De entre los que son legales destaca Lost. Qué maravilla de serie. Qué manera de marearnos durante seis temporadas. Qué cantidad de arrugas de expresión le han salido a Jack Shephard, no hay roll on de L’Oréal que les ponga remedio. Y después de tanta emoción e intriga con dolor de barriga, va y se nos acaba. El final bien, gracias, como la familia.


Me quedo con el agua de Lourdes


Ya que la palabra “spoiler” se está poniendo demasiado de moda, solo cabe decir que la serie concluye con un final muy digno para los personajes, pero que deja demasiadas incógnitas sin resolver. Seamos sinceros. Nos lo veíamos venir. Nunca llueve a gusto de todos, pero hay que reconocer que la serie ha sido una maravilla, que ha jugado con el espectador de forma magistral desde el primer momento y que no había otra manera de despedirse de la audiencia que dejando a todo el mundo con cara de Tita Cervera: cejas arqueadas y sonrisa de enculamiento. A las ocho de la mañana, después de horas frente al televisor y suficiente cafeína en sangre como para descongelar a Walt Disney a tortas, nos miramos los unos a los otros, todos con miedo a formular la pregunta del millón: ¿Tú qué has entendido? Pero entonces llegó ella. Descendió de los cielos sin que nadie se lo esperase, rodeada de sus cuatro arcángeles cual Cristo en Majestad a.k.a. Pantocrator, y nos sacó a todos de dudas. Sí, señoras y señores. Hoy estamos aquí para hablar, o escribir, de la más divina de las apariciones: Ana García-Siñeriz.




Esta sí que iba perdida



Anita la fantástica se sobrevaloró a sí misma creyéndose capaz de conducir un espacio televisivo de dos horas de duración que giraba en torno a una serie que, muy probablemente, no ha visto. Para llevar a cabo tal proeza, consideró más que suficiente la ayuda en plató de cuatro gafapastas (vaaaale, uno no llevaba gafas, pero tenía el pelo demasiado perfecto como para no dar rabia) y un par de corresponsales que esperaron como unos benditos a que se abrieran las puertas del cine donde se había congregado un indeterminado número de seguidores de la serie para hacerles cuatro preguntas a medida que fueran saliendo de la sala. No me quiero ni imaginar el aroma que saldría de ahí dentro después de no sé cuantas horas de aglomeración y encierro. Anita, con cara de en realidad no importarle nada un pimiento, abrió el espacio pidiendo disculpas en nombre de Cuatro por la nefasta emisión del capítulo final de la serie. Y desde ese mismo momento, todo fue cuesta abajo y sin frenos. Señores de Cuatro, háganme caso. Anita no ha visto la serie. La niñata del look total red que se sentó a su lado quizá sí la ha visto, pero no ha entendido nada. El gafapasta número uno ha acudido al plató para ver si hay manera de promocionar su película, el gafapasta número dos tiene una voz tan repelente que me resulta imposible seguir el hilo de lo que dice, y el gafapasta sin gafapasta se parece demasiado a Rafa Nadal. Total, un desastre.

Sólo nos faltaste tú


Anita, hija, ¿por qué te metes en camisa de once varas? En la isla no hay Chaneles ni Diores. ¿De qué piensas hablar cuando hayas repetido mil veces las cuatro líneas escritas en el papel que te han puesto delante?
Recuerdo cuando los Beckham vinieron a España. Anita les alquiló su casa para que pudieran resguardarse de la peste a ajo que invade la península (deberían haberse metido en la sala de cine donde proyectaron el capítulo final de Lost), y entonces, muy prudentemente, se fue por la tangente cuando los medios de comunicación quisieron saber cuánto cobraba en calidad de casera. Anita, hasta ahora, me había parecido una presentadora profesional y una persona cauta. De las que saben de lo que hablan y mantienen una sonrisa hierática ante la situación adversa. Pero la mañana en la que acabó Lost cometió un fallo garrafal: pecó de soberbia en un programa en directo. Cuando su cara enmarcada por su melenita a capas apareció tras los créditos finales del capítulo, miles de narices se arrugaron más de lo que ya lo estaban, y Anita, sin saberlo, se sometió a un examen. Los que adelantaron sus despertadores para plantarse delante del televisor esa mañana eran fans de la serie, por no hablar de los que trasnocharon viendo el maratón de capítulos previos, seguidores que esperaban una gran revelación final que no obtuvieron y que, of course, se conocen la trama, los personajes y sus dites y diretes mil veces mejor que Anita & co. Suspenso. Necesita mejorar. Muy deficiente. ¿Qué te esperabas, Anita? Hay que tener pocas luces para pretender divagar durante dos horas sobre un tema que no se domina sin que se note. Pero tuviste suerte, la gafapasta de rojo cayó peor que tú. Consejito al canto: ¡ay Manolete! Si no sabes torear, ¿pa qué te metes?



S'acabó

martes, 27 de abril de 2010

Alucina, vecina

El domingo pasado fui al cine. Reconozco que ya lo había hecho antes y sé que se trata de un ritual que miles de humanos realizan fin de semana tras fin de semana pero, para mí, ésta fue una ocasión especial. Con unas gafas oscuras de las que ya le hubiese gustado tener a la Jurado, vi mi primera película en 3D. Qué entrañables quedarán en mi memoria aquellos momentos en los que trataba de comprobar si la publicidad previa al largometraje me mostraría señoras tridimensionales que aconsejan apagar los teléfonos móviles cuando se entra en la sala. Pero no fue el caso. Como ya me olía yo que esto de las tres dimensiones iba a estar de moda una temporadita, me reservé para una película que considerase que podía merecer la pena. Así que tanto la bazofia de Furia de Titanes como el remake de Pocahontas y Matrix al que han decidido llamar Avatar fueron visionados por mi persona en formato estándar, como cualquier American Pie de mierda.

¿Y usted qué opina de la tecnología 3D?


Pero con Alicia en el País de las Maravillas no debía ser así. Desde que Walt Disney estrenara en la década de los ’50 su adaptación del libro de Lewis Carroll, el mundo ha tomado esta versión no sólo como referencia sino como la definitiva, pero yo, por mi parte, no va a ser por la parte de otro, he estado esperando una película con actores de carne y hueso que mereciera la pena. “Mira qué bien, y la va a hacer Tim Burton” me dije para mis adentros, sin saber que en su momento acabaría soltando lo que al cambio son mil setecientas pesetazas por ver el tremendo cabezón de su señora esposa en todo su esplendor. Y poca cosa más. “Raro, raro” pensé cuando vi el cartel de la película. Pero no le quise dar demasiada importancia a que en el susodicho cartel no se viera a Alicia por ninguna parte. Pero bueno, Tim Burton se empecinó en que eso que estaba rodando era una versión de Alicia en el País de las Maravillas y no ha habido manera de hacerlo bajar del burro. Pues no, señor Burton, no. Eso se podría haber titulado Alicia Trémula (por la calidad interpretativa de su protagonista), Alicia Potter y el Desfile de Moda o, incluso, Yo soy la Alicia. Pero de maravillas, ni rastro.

La reina de corazones


Si ruedas una versión de Romeo y Julieta en la que los protagonistas son una jotera y un controlador aéreo, pues fantástico, pero no olvides que deben enamorarse y morir por amor (qué bonita aliteración) porque si no, estás a un travesti de haber plagiado cualquier película de Almodóvar. Alicia es una niña que viaja en sueños a un mundo donde se genera una serie de situaciones absurdas que chocan con toda lógica, se sorprende y desespera porque es incapaz de comprender lo que sucede a su alrededor y se siente sola en medio de tanta locura. Para colmo de males, la educación que ha recibido se basa el los valores y las costumbres de la época victoriana, por lo que no está para ponerse armaduras e irse a matar bichos. Eso es de chicazos. Si se hubiera inventado por aquel entonces, Alicia llevaría en el bolso un spray de pimienta y no dudaría en usarlo contra sombrereros y otros espantajos.

A ella tampoco la convence



Cuando Carmen Martín Gaite escribió su versión de Caperucita Roja, después de tanto tango argentino y tanta abuela bohemia se tomó la molestia de rebautizar la historia como Caperucita en Manhattan, porque con la cantidad de vueltas que le había dado al cuento, había parido una historia nueva. Pero no. El señor Burton con su pelo crepado ha hecho lo que le ha dado la gana y ha decidido que Alicia vaya por la vida empatizando y confabulándose con cualquier personaje que se le cruce, por muy surrealista que sea, hasta el punto de acabar a espadazos si hace falta. Señor Burton, se ha cargado usted la historia. Imaginemos que Alicia es una yonki que a causa de una dosis de heroína adulterada sufre una serie de alucinaciones en las que se le aparecen Carmen Lomana e Isabel Pantoja haciendo encaje de bolillos. Mientras la protagonista no les pida el número de móvil con la intención de quedar cada jueves para participar en semejante festival, eso, y no lo que fui a ver el domingo pasado, podría llamarse Alicia en el País de las Maravillas.

lunes, 29 de marzo de 2010

Encuentros en la tercera clase

Como a mi madre no se le ocurrió casarse con un rico barón al que le hubiera o hubiese dado por coleccionar arte, yo, como cualquier hijo de vecina, de las mismísimas que habitan los patios de luces, soy asiduo usuario del transporte público. Si vuelas a Laos a supervisar tu fortuna o navegas hasta Monte Carlo para echar unas tragaperras, lo puedes hacer en clase preferente, club, business para los muy fantásticos o, a las malas, turista. Vivimos en un mundo de eufemismos, y eso de primera o tercera clase resultaba muy clasista, valga la redundancia, que aquí ha quedado enfatizante y todo, y en lugar de establecer ránkings ahora a los directores de márketing, asesores de imagen, dinamizadores lingüísticos y vaya usted a saber qué otra fauna, les ha dado por darse (otra redundancia) unos rodeos a la hora ponerles nombre a las cosas que ríete tú del Tour de France.


Su carajillo, gracias.



Para lo que no hay que estrujarse mucho el cerebro es para entender el concepto de Cercanías. El término lo dice todo: no vas a ir muy lejos. Si eres un pobretón de esos que por ahorrarse peajes, combustible y párking no tiene remilgos a la hora de aguantar el tufo sobaquero que desprende el señor del asiento contiguo, ¿qué sentido tiene establecer diferentes tarifas en función de la distancia entre asientos? Atravesar tres, cuatro o veinte pueblos en el primo cutre, más si cabe, del tren estrella nos aúna a todos. Sin diferencia entre clases ni posibilidad de promoción, sin vigilancia ni control, viajeros de los que pagan billete se unen fraternalmente con perroflautas, acordeonistas, cantatrices de las de a capella, muy exóticas ellas, venidas de oriente, y otros seres que, como un servidor que lleva media hora sin poder pasar página del libro que acomoda en su regazo, disfrutan con una sonrisa en los labios de tan agradable trayecto.


Amenizador de trayectos A.C.M.E.



“No se engañe, la calidad no es cara” como bien dice el slogan del Lidl. Por ello no vaya usted a creer que el hecho de subir las tarifas un 6%, muy por encima del IPC y en tiempos de crisis (si alguien no sabía todavía que estamos en crisis: ¡sorpresa!) supone garantía alguna de mejora del servicio. Los trenes huelen a chotuno. Hay individuos que, moda absurda, escuchan reguetón (me da igual como se escriba) desde su móvil sin usar auriculares. La mitad de los viajeros no paga billete y tú, por hacerlo, te sientes idiota porque no hay revisor alguno que evite que el vagón se convierta en un infierno. ¡Ay de ti si al acomodarte recuestas tu melena en el apoyacabezas de tu asiento! Corre a que te desparasiten una vez hayas conseguido despegarte. Casi es mejor ir de pie para ahorrarte según qué contactos, aunque en hora punta estar de pie no sea una alternativa precisamente.


Ellas bien lo saben.


El transporte público debe ser digno y seguro. Digno porque no me puedo dejar el estómago en casa cuando tengo que tomar el tren, y seguro en muchos aspectos. Seguro porque una vez hemos superado, aunque mi apariencia apenas lo refleje, la alocada adolescencia, somos conscientes de que un poco de vigilancia no hace mal a nadie que no tenga intenciones ilícitas. Porque no puede ser que cuatro gotas de lluvia dejen a cientos de usuarios esperando en los andenes. Porque apearse del vagón en muchas estaciones es practicar la caída libre y porque a la cantatriz que no le des la monedita de rigor después del concierto sólo le falta escupirte en un ojo. Pues ala, consejo al canto. Salgamos de la crisis. Reactivemos la economía con la ayuda del plan 2000E, o como sea que lo llamen ahora, pidiendo un crédito al banco para comprarnos un coche que consuma poco y endeudándonos más y ahorrémonos tanto trauma. Sabemos que tenemos que usar el transporte público, bien nos lo dicen los que no lo hacen, porque contamina menos aunque dé mucho asco. Pero no nos olvidemos de pedir nuestro crédito, pobre banca inocente y olvidada en tiempos de crisis (¡sorpresa!). Sé que iba a dar un consejo al mundo, pero creo que me he perdido.

martes, 16 de marzo de 2010

Una Koplowitz más

Creo que dos mensualidades de regalo son suficientes. En esos sesenta días, mientras Willy Fog hubiera llevado ya recorrido más de medio mundo sin necesidad de Aves ni Ryanairs, un servidor apenas se había movido del sofá. No se vayan a creer ustedes que por ello dejé de pagar la cuota del gimnasio, no señor, sino que, como buen multimillonario que no soy pero que algún día me gustaría ser, seguí pagando religiosamente un servicio que no estaba aprovechando. Consciente de que los beneficios del yoga estaban en conflicto con el hecho de que no pensaba volver a pisar un gimnasio durante una temporadita y mucho menos seguir pagando sin pisarlo, en un ejercicio de idiotez insuperable conseguí mi triple salto mortal con bucle, chorreras y madroños: me compré una Wii Fit. Qué delicia pensar que la broma me había salido por otras dos mensualidades del gimnasio del que me acababa de borrar… Ahora sólo necesitaba aguantar durante cuatro meses el hacer el mamarracho subido a una tabla de plástico para amortizar la operación y dejar de sentirme culpable. Plataforma de plástico que te pesa y te hace saber que caminas torcido: dos cuotas de gimnasio. Consola de videojuegos a la que se conecta la plataforma de plástico: otras cuatro cuotas. La cara de estupefacción con que te mira tu familia mientras haces el espantajo en el comedor tratando de no abrirte la cabeza: no tiene precio. Para todo lo demás. MasterCard.

El sentimiento de culpabilidad nos puede llevar a ese punto. Nos ataca por las noches desvelándonos, nos muestra nuestro lado más indigno y nos crea la necesidad de justificarnos ante los demás y, lo que es mucho peor, ante nosotros mismos. Siéntete culpable por pegarte un atracón y pedirás sacarina para el café. Dejaos de San Valentín y del Día del Padre. El gran invento de los grandes almacenes es la culpabilidad. Como has engordado, cómprate una bicicleta elíptica. Como no dejas de fumar ni aunque te maten, cómprate parches de nicotina. Y, como has sido malo, cómprate carbón, pero del que está hecho con azúcar, para que engordes y te acabes comprando la elíptica. No nos engañemos. No somos culpables. Nos hacen sentir culpables. El problema no está en que dejemos de ir al gimnasio, sino en que nos hemos apuntado a un gimnasio a sabiendas de haberlo hecho en un arrebato irracional pues, en el fondo, no nos gusta ir al gimnasio. Es por ello que hoy tengo otro consejo que ofrecer a la humanidad: Cuando os embargue el más irracional de los sentimientos, este es, el de culpabilidad, no titubeéis lo más mínimo. Quedaos en el sofá.

Miri Miri, Miró!

Porque todos somos un poco Diógenes. Es por eso por lo que en cualquier cocina hay un rincón donde se apilan trastos inútiles y electrodomésticos absurdos. Escurrideras, palomiteras, heladeras, centrifugadoras de ensalada... todos ellos amarillean en el fondo de algún armario mientras sueñan, pobres ilusos, con el día en el que los rescatemos de su limbo cocineril. Pero, ¿alguien ha reparado jamás en cómo funciona tanto artilugio? La esencia, el alma, el truco del almendruco, todo esto y más mamarrachadas está en el hecho de que giran. Lavadoras, batidoras, taladros, relojes de cuco, niños que pedalean, señores que bailan el chotis... todo se reduce a algo que da vueltas, que gira sobre sí mismo en un movimiento circular que seguiría hasta el infinito y más allá en un espacio vacío donde la inercia no se viera afectada por la atmósfera, por el desgaste. Pero en este mundo de movimientos circulares y mecánicos que hacen mucho ruido, a veces, y no nos llevan a ninguna parte, casi siempre, destaca nuestra heroína: la yogurtera.
Una yogurtera es entrañable. Da igual cual sea su tamaño o color, pues tiene una pinta de haber salido de una serie de dibujos japonesa que te caes de culo. Pero no nos engañemos, pues al hablar de yogurteras estamos haciendo referencia a la quinta esencia de la alquimia. Al igual que el rey Midas, que convertía en oro cuanto tocaba, la yogurtera es capaz de transformar la materia (sólo la leche, eso sí) en yogurt, da lo mismo la marca de la leche que le metas dentro, incluso si ésta es entera o semi, oiga. Alcanzando una temperatura constante que ronda los 45 grados, centígrados, por supuesto, en cuestión de horas te hace un yogurt que quita el sentido, equilibrado en acidez y cremosidad.
La yogurtera no se limita a realizar un movimiento mecánico, sino que modifica la materia, crea. De la misma manera que nosotros, simples mortales, procesamos la información que nos llega a través de nuestros engañosos sentidos y damos forma a opiniones, escalas de valores, fobias y manías, la yogurtera no se contenta con batir o calentar leche; la fermenta y la transforma en algo superior: el yogurt. Poeta que con sus versos sublima la realidad que nos rodea, Miguel Ángel que saca el David de dentro del bloque de mármol. Es por ello que quiero lanzar un mensaje esperanzador a la humanidad. ¡Veamos el mundo a través de los ojos de una yogurtera!