lunes, 29 de marzo de 2010

Encuentros en la tercera clase

Como a mi madre no se le ocurrió casarse con un rico barón al que le hubiera o hubiese dado por coleccionar arte, yo, como cualquier hijo de vecina, de las mismísimas que habitan los patios de luces, soy asiduo usuario del transporte público. Si vuelas a Laos a supervisar tu fortuna o navegas hasta Monte Carlo para echar unas tragaperras, lo puedes hacer en clase preferente, club, business para los muy fantásticos o, a las malas, turista. Vivimos en un mundo de eufemismos, y eso de primera o tercera clase resultaba muy clasista, valga la redundancia, que aquí ha quedado enfatizante y todo, y en lugar de establecer ránkings ahora a los directores de márketing, asesores de imagen, dinamizadores lingüísticos y vaya usted a saber qué otra fauna, les ha dado por darse (otra redundancia) unos rodeos a la hora ponerles nombre a las cosas que ríete tú del Tour de France.


Su carajillo, gracias.



Para lo que no hay que estrujarse mucho el cerebro es para entender el concepto de Cercanías. El término lo dice todo: no vas a ir muy lejos. Si eres un pobretón de esos que por ahorrarse peajes, combustible y párking no tiene remilgos a la hora de aguantar el tufo sobaquero que desprende el señor del asiento contiguo, ¿qué sentido tiene establecer diferentes tarifas en función de la distancia entre asientos? Atravesar tres, cuatro o veinte pueblos en el primo cutre, más si cabe, del tren estrella nos aúna a todos. Sin diferencia entre clases ni posibilidad de promoción, sin vigilancia ni control, viajeros de los que pagan billete se unen fraternalmente con perroflautas, acordeonistas, cantatrices de las de a capella, muy exóticas ellas, venidas de oriente, y otros seres que, como un servidor que lleva media hora sin poder pasar página del libro que acomoda en su regazo, disfrutan con una sonrisa en los labios de tan agradable trayecto.


Amenizador de trayectos A.C.M.E.



“No se engañe, la calidad no es cara” como bien dice el slogan del Lidl. Por ello no vaya usted a creer que el hecho de subir las tarifas un 6%, muy por encima del IPC y en tiempos de crisis (si alguien no sabía todavía que estamos en crisis: ¡sorpresa!) supone garantía alguna de mejora del servicio. Los trenes huelen a chotuno. Hay individuos que, moda absurda, escuchan reguetón (me da igual como se escriba) desde su móvil sin usar auriculares. La mitad de los viajeros no paga billete y tú, por hacerlo, te sientes idiota porque no hay revisor alguno que evite que el vagón se convierta en un infierno. ¡Ay de ti si al acomodarte recuestas tu melena en el apoyacabezas de tu asiento! Corre a que te desparasiten una vez hayas conseguido despegarte. Casi es mejor ir de pie para ahorrarte según qué contactos, aunque en hora punta estar de pie no sea una alternativa precisamente.


Ellas bien lo saben.


El transporte público debe ser digno y seguro. Digno porque no me puedo dejar el estómago en casa cuando tengo que tomar el tren, y seguro en muchos aspectos. Seguro porque una vez hemos superado, aunque mi apariencia apenas lo refleje, la alocada adolescencia, somos conscientes de que un poco de vigilancia no hace mal a nadie que no tenga intenciones ilícitas. Porque no puede ser que cuatro gotas de lluvia dejen a cientos de usuarios esperando en los andenes. Porque apearse del vagón en muchas estaciones es practicar la caída libre y porque a la cantatriz que no le des la monedita de rigor después del concierto sólo le falta escupirte en un ojo. Pues ala, consejo al canto. Salgamos de la crisis. Reactivemos la economía con la ayuda del plan 2000E, o como sea que lo llamen ahora, pidiendo un crédito al banco para comprarnos un coche que consuma poco y endeudándonos más y ahorrémonos tanto trauma. Sabemos que tenemos que usar el transporte público, bien nos lo dicen los que no lo hacen, porque contamina menos aunque dé mucho asco. Pero no nos olvidemos de pedir nuestro crédito, pobre banca inocente y olvidada en tiempos de crisis (¡sorpresa!). Sé que iba a dar un consejo al mundo, pero creo que me he perdido.

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